Nunca fuimos
El pueblo señalado
Pero nos matan
En señal de la cruz
- Graciela Huinao
Lautaro escondido. Escondido en lo profundo del Nielol.
Lautaro fundido con las entrañas de tierra pertenecientes al cerro. Lautaro en
conexión, recuperando la unión con su madre, la tierra. La Tren-Tren Vilú
acariciando su rostro, secando las lágrimas derramadas durante doce años.
Lautaro despierta. Despierta de un sueño que lo repone de su
dolor. Despierta después de doce años en trance, esperando que las machis que
lo rastreaban incansables dieran con él y elevaran el canto que le permitió
desvanecerse. Magia antigua. Día y noche lo buscaron, convertidas en aves y en
pumas, en pudúes y en insectos. Lo buscaron.
Al fin en contacto con la cálida, cálida tierra. Al fin
libre de su húmeda prisión bajo el Llanquihue. El abrigo del cerro le devuelve
el alma al cuerpo, ya no hay goteras enloquecedoras ni hay ruidos del roce de
peces, ni del choque de olas. Todo es paz. Todo es silencio y el contacto de la
tierra viva con su piel lo llena de alegría.
Había citado para ese día a aquellos que lograron huir del
genocidio de ASNA luego de que interceptaron su transmisión. Entonces piensa en
Caupolicán, muerto, fusilado detrás de su casa y frente a sus hijos. Antes de
encerrarlo los agentes le mostraron fotos de su cadáver como colador. Esas
imágenes lo atormentaron durante los doce años que estuvo confinado. La primera
noche lloró en la oscuridad por su hermano. Pero era momento de tomar su
venganza, contra SATURNO y contra Chile…
Un ruido gutural abrió una grieta en la ladera del cerro,
por ella Lautaro volvió a nacer, extendió primero los brazos, escarbando con
las uñas, abriéndose paso por entre la tierra. Su cabeza sale como si se
tratara de un parto, el Nielol dando a luz a su hijo perdido por tantos años. Entonces
respira por primera vez. Un aire puro que expande sus pulmones. Y las lágrimas
se asoman una vez más por la cuenca de sus ojos. Desnudo se inclina para besar
el suelo bañado de luz matutina, una de las Machis que observa todo esto
deposita sobre sus hombros un poncho para darle abrigo. “He vuelto, mamita. Soy
un hombre nuevo y por mis venas corre ahora lava. Sangre cálida de nuestra
tierra”. Dice Lautaro, levantándose y cubriendo su cuerpo con el tejido de la
mujer. “cuánto tiempo estuvimos todas buscándote, niño”. La mujer le toma una
mano a Lautaro y juntos comienzan a caminar por entre los arbustos hacia la
ruka.
En el interior de la improvisada construcción un grupo de
seis personas se encontraban sentadas alrededor de una fogata. Eran los
miembros originales de NAHUAL, al menos, los que aún se encontraban con vida.
Todos se giraron cuando la sombra de Lautaro se expandió como alfombra por el suelo, anunciando la llegada de un
rey. Un silencio se apoderó por minutos eternos del lugar, todos mirando a su
líder que volvía, íntegro.
“Nunca perdimos la esperanza de que volverías, hermano mío”.
Dice por fin el hombre sentado justo frente a Lautaro, el fuego entre ambos
danzaba como poseído por un movimiento ancestral, y las pequeñas explosiones
soltaban chispas como constelaciones efímeras ascendiendo en un desplante de
energía, energía ígnea soltando un grito en el espacio, subiendo y bajando.
Rompiendo las brasas como huesos. Siete hermanos reunidos. Y el universo entero, emociones, cuerpos celestes, organismos,
leyes de la física y el amor... Naciendo todos en ese espacio, en esa pequeña
ruka perdida entre los cerros... Florecían todos en un instante infinito.
El hombre, que respondía al nombre
de Lincoyán usaba un cintillo que le recogía su largo y negro pelo, su piel
morena brillaba reflejando las llamas junto a él y sus pómulos sobresalían
profundizando como pozos negros la cuenca de sus ojos. La alegría se dibujó en
su rostro y corrió hacia Lautaro que aún se encontraba de pie en el umbral.
“¡Lamngen! ¡Mi herano ha
vuelto!” Exclamó Lincoyán mientras abrazaba a Lautaro, su hermano. “Acá estoy,
hermano mío, acá estoy.” Lautaro también se había emocionado, era un hombre
duro, de grandes batallas, pero su cercano contacto con la naturaleza lo había
convertido también en un hombre sensible, capaz de manifestar sus emociones sin
miedo al ridículo.
“Hermanos…” Lautaro comenzó a hablar por fin. “El Huinca me
aprisionó mucho tiempo, me quitó años preciosos de vida”. Una vez más, el
silencio se apoderó del lugar, todos escuchaban atentos lo que Lautaro les
decía. “Primero, tengo que pedirles perdón, por mi imprudencia nos encontraron
y por mi culpa nuestros hermanos murieron, cargaré con ese dolor hasta el
último de mis días, hasta que mis huesos vuelvan a ser tierra.”
“¡Lautaro, No envenenes tu corazón! ¡Fueron los de ASNA los
que mataron a nuestros hermanos!” Gritó Lincoyán desde su posición en el fondo
de la ruka.
“Lincoyán, entiendo cómo te sientes, pero por favor, déjame
hablar”. Dijo Lautaro agachando la cabeza. “… Perdón, hermanos míos, pero
tendré que pedirles que me ayuden una vez más. ASNA ya debe estar buscándome,
no van a detenerse hasta que me encuentren y me llenen de plomo el cuerpo.
Conozco mi destino y sé que voy a terminar así, lo he aceptado ya…”. Lautaro
sonaba más y más triste conforme seguía hablando. “Pero antes de eso, tuve doce
años para elaborar un plan, tenemos que reorganizar NAHUAL y contarle al mundo el infierno en el que estos
huevones quieren meter a los Mapuche… Rayén, tú eres la más joven y a ti no te
conocen los agentes de la ASNA, a ti te daré el papel más importante en esta
misión”. Miró entonces a la joven, morena y de ojos almendrados que calzaban
perfecto con su redonda cara, Rayén era hermosa, una flor, como su nombre.
“Tío Lautaro, usted sabe que cuenta conmigo, llevo doce años
queriendo ver como caen los perros de ASNA, para lo que me necesites, solo
dímelo”. Dijo Rayen, con la decisión ardiendo en sus oscuros ojos.
“Estoy orgulloso de ti, niña”.
“Y yo de usted, tío, ¿cómo fue…estar ahí, todo este
tiempo?”.
“Una locura, Rayén, pero para eso he vuelto, para librar a
mi pueblo de pasar por lo mismo que pasé yo”.
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